Cecilia Vicuña y la geografía espiritual del arte

Después de décadas de crear en los márgenes, la artista y poeta chilena es aclamada por el establishment. Ella lo inquieta con una visión política radical.





Cuando Cecilia Vicuña llegó a Manhattan en 1980, no tenía planes de quedarse, pero para Vicuña, una artista exiliada del Chile gobernado por Pinochet, los planes no importaban mucho. Llevaba menos de una semana en la ciudad cuando se cruzó con un pintor argentino y se instaló en su loft improvisado en TriBeCa.


Entonces había pocas farolas, por lo que la cuadra se volvía oscura por la noche, y las ruinas de un viejo paso elevado atravesaban el barrio. Podía oler el río Hudson —estaba tan cerca—, pero se interponía una chatarrería de piezas de automóvil y un muro de alambre de púas.


Sin embargo, frecuentaba sus aguas todas las tardes, mirando a través de una grieta en la enorme montaña de metal. Necesitaba saber que el río sobrevivía, que seguía fluyendo, aunque estuviera contaminado, rebosante de tráfico, casi invisible desde donde ella estaba. Esa amistad elemental la mantenía en pie en la ciudad extranjera.


Un día se dio cuenta de que había un hueco en el alambre cerca del suelo y empezó a cavar, “como el perro que soy”, bromeó hace poco. El túnel era pequeño, pero ella también lo era (1,52 metros y 45 kilos) y lo atravesó, pasando por encima de tapacubos oxidados y losas de hormigón resbaladizas por las algas, para finalmente poder saludar al río cara a cara.



Pronto, el túnel se hizo más grande: otros habían seguido la línea de deseo que ella trazó. De vez en cuando veía que alguien que tomaba el sol en las rocas, o que pescaba, o que fumaba al ponerse el sol, y se saludaban a través de la claridad de la brisa.


Durante años, la ribera permaneció salvaje, sin urbanizar, provincia de trabajadores sexuales y artistas y otras vidas descarriadas. 


El pintor argentino reclamó el loft como su estudio, así que Vicuña pasaba sus días trabajando en este intermedio urbano, enviando pequeñas esculturas a navegar en las cunetas, dibujando en las aceras y construyendo ciudades fantásticas con basura y madera de reboso en la orilla del río, donde la marea las ahogaba casi tan pronto como se erigían, como si ensayara, en miniatura, las muchas catástrofes climáticas que aún estaban por suceder. 


Cuando llovía, se formaban enormes charcos en la intersección, que reflejaban nubes de color púrpura, y Vicuña se arremangaba los pantalones para tejer hilos en la superficie, de modo que los charcos quedaban como portales en los que el mundo lucía invertido. 


Quería que sus propios desechos y “los desechos creados por la vida misma” se mezclaran. 


En una acera nevada, alineó palitos con crestas de lana: una manada de animales abstractos que pronto se hundirían en el desagüe de la alcantarilla con condones y colillas. Ahora se pregunta si alguien se fijaría en esos pequeños tesoros de la basura —basuritas, los llama ella, precarios— o se agachó a recogerlos. No concebía ser la única que escudriña el subsuelo de la ciudad en busca de restos de belleza.


‘‘Improvisación precaria’’ (2009)De Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin. Credit...Fotografía por James O’Hern. 



Vicuña tiene 74 años y desde hace 42 vive en el mismo loft. Ha cultivado la misma parcela en su jardín comunitario local durante casi todo ese tiempo, plantando tomates y siete tipos de albahaca, al menos hasta que el 11 de septiembre hizo que el suelo fuera tóxico, tras lo cual se pasó a las flores.


Ha habido muchos cambios: el pintor argentino se mudó, y el poeta estadounidense James O’Hern se instaló.


Los grandes ventanales que daban al río están ahora bloqueados por rascacielos, y ella es una de las últimas inquilinas que quedan de la cooperativa original. El régimen de Pinochet terminó en 1990, así que ella es libre de ir y venir entre su hogar adoptivo y su Chile natal.


El descuidado paseo del río fue renovado —un elegante parque lleno de financieros que pasean por allí— pero ella sigue caminando a diario, acuclillándose para examinar una mariposa que se atiborra de algodoncillo o para reñir a un par de niños que pisotean los tulipanes.


A pesar de los primeros destellos de fama —tenía 18 años cuando publicó sus primeros poemas y 23 cuando realizó sus primeras exposiciones en museos—, Vicuña ha trabajado sobre todo al margen del establishment artístico, respaldada por una red de base de traductores, etnógrafos y activistas.


Es casi imposible resumir el caleidoscópico abanico de su quehacer artístico. Ha llenado galerías con hojas de otoño y ha improvisado rituales de protesta en las cumbres de los glaciares. 


Sus poemas —trenzas sueltas de español, inglés, sánscrito, quechua, latín y otros idiomas— a veces se convierten en dibujos sobre las páginas.


Varios de ellos han circulado como lemas entre activistas desde Delaware hasta Santiago: el agua quiere que la escuchen, o tu rabia es tu oro. 


Sus atrevidos y místicos cuadros inmortalizan a la chamana mazateca María Sabina y a la música chilena Violeta Parra, como si a Giotto le hubieran encargado una serie de folletos para la izquierda latinoamericana. (-Giotto di Bondone fue un pintor, muralista, escultor y arquitecto florentino de la Baja Edad Media, un autor del Trecento considerado uno de los iniciadores del movimiento renacentista en Italia. Su obra tuvo una influencia determinante en los movimientos pictóricos posteriores.-)



Su retrato de Karl Marx, recientemente adquirido por el Guggenheim, lo imagina rodeado de rosas en un bosque denso y onírico donde unas mujeres hacen el amor.


Nunca ha dejado de, según sus propias palabras, “tejer en todos los lugares equivocados”: mapeando un dormitorio de la infancia con hilo azul, trazando palabras y formas entre las ramas de árboles marcados por grafitis, enlazando los cuerpos de desconocidos en una actuación en directo.


Quizá sea más conocida por sus “quipus”, una serie de esculturas que reimagina el sistema de inscripción andino de cuerdas anudadas. Algunos quipus descienden desde techos altos como las sangrientas entrañas de antiguas matriarcas; otros no son más que trenzas de hierba. Para ella, la forma es inseparable de la transformación, es decir, de las múltiples maneras en que una idea puede manifestarse.


Tal vez no sea de extrañar que las instituciones tradicionales hayan tardado tanto en reconocer la complejidad del ecosistema creativo de Vicuña. Su nombre no aparece en los archivos en línea de Artforum sino hasta 1992. 


No fue representada por una galería propiamente dicha —Lehmann Maupin— hasta 2018, y fue en ese entonces cuando por fin pudo permitirse un estudio independiente.


Spin Spin Triangulene, que estará en el Guggenheim hasta el 5 de septiembre, es su primera exposición individual en un museo de Nueva York en las cuatro décadas que lleva viviendo y trabajando en el centro. 


Este ha sido su momento de protagonismo: un reconocimiento itinerante, curado por Miguel A. López, ha atraído a multitudes en Madrid, Ciudad de México y Bogotá.


En abril, en la Bienal de Venecia, donde presentaba una importante obra nueva, fue galardonada con el León de Oro a la Trayectoria, primera vez que este honor recaía en una mujer latinoamericana. 


En octubre, ocupará la cavernosa Turbine Hall de la Tate Modern con una instalación monumental. 


Paradójicamente, la coincidencia de tantas exposiciones hace que ninguna de ellas sea una retrospectiva propiamente dicha: su obra, como su vida, está dispersa entre continentes.


Es posible entender esta oleada de atención como una consecuencia de la larga labor de curadores y críticos para “recuperar” a las mujeres artistas que han sido olvidadas, una tarea a veces con tanto retraso que ellas mismas no han podido asistir a sus propias exposiciones.


La artista abstracta de origen cubano Carmen Herrera tenía 101 años cuando se inauguró su exposición en el Whitney en 2016. Etel Adnan, poeta y pintora libanesa-estadounidense, falleció a los 96 años mientras se presentaba su exposición en el Guggenheim el año pasado.


Dos de las artistas feministas más célebres de la generación de Vicuña —Ana Mendieta y Theresa Hak Kyung Cha— murieron violentamente antes de cumplir los 40 años. En comparación, Vicuña tiene la “suerte” de ser lo suficientemente vivaz como para participar en este momento de reconocimiento.


Pero también resiente el costo de esa tardanza: cada vez que hablamos está “muerta”, “despilada”, “exhausta”, agotada por las implacables exigencias institucionales. 


Sobrevive tumbándose de espaldas cuando y donde sea que necesite relajarse: en un soleado banco del parque, en un rincón de la galería del Guggenheim, en la gran y mullida alfombra entre las estanterías de su casa. Esta es su práctica de “ser nada”. Luego se levanta y retoma su trabajo.


“Mis mejores obras”, dijo Vicuña, “son las que no hago yo”. Credit...
Stefan Ruiz para The New York Times


“Es caótico recibir 50 años de atención de golpe”, observa Teresita Fernández, la artista cubanoestadounidense que se hizo cercana a Vicuña después de que se conocieron hace varios años a través de la galería que comparten.


“Llega demasiado fuerte y demasiado rápido”. También hay un precio que soportamos, como aspirantes a herederos de su legado: “Nunca ocurre nada en tiempo real. Siempre hay un desplazamiento”. 


Cuando Fernández estaba en la escuela de arte en la década de 1990, no había ningún artista de origen latinoamericano en el programa de estudios. 


“Falta ese conocimiento y protección intergeneracional. No tienes la protección de tus mayores porque ni siquiera sabes quiénes son”. Quizá por eso Vicuña se ha preocupado tanto de cultivar tecnologías de transmisión: traducciones, antologías, colaboraciones con artistas más jóvenes. 


Siempre que hablábamos, subrayaba los nombres de sus predecesores, como si transmitiera semillas raras para futuras migraciones: Gabriela Mistral, José Lezama Lima, Leda Valladares.


La obra de Vicuña se enfrenta a la larga historia de devastación medioambiental, violencia patriarcal y eliminación de los indígenas en nuestro hemisferio. Pero, para ella, estas pérdidas colectivas se mezclan con otras más personales. 


Una conversación sobre la destrucción de los códices mayas hace siglos puede llevarla a lamentar cuántos de sus propios libros fueron robados por examantes o cuántas pinturas desaparecieron en el caos del golpe militar.


Como si quisiera defenderse de estas pérdidas, su desván es un laberinto de estanterías y cajas de cartón que contienen décadas de cuadernos, manuscritos, dibujos, cintas, folletos, fotografías y correspondencia más o menos organizada. 


“Lo tengo aquí en alguna parte”, dice a menudo en medio de una frase. 


Si logra encontrar la carpeta adecuada, promete mostrarme el Diario estúpido de 2000 páginas que escribió entre 1966 y 1971, cuando se hizo mayor de edad en plena revolución socialista chilena.


Sabe que sus obras han sido despreciadas por la crítica y los coleccionistas, pero “ha creído en su propia mitología durante mucho tiempo”, me dijo Fernández. Para describir la radiante serenidad que caracteriza a Vicuña, dijo que tenía luz propia. 


Así es, creo, no propia en el sentido de privada o propietaria, sino innata, como la piedra asegura su propia presencia o el sol brilla gratis.


Cuando visité a Vicuña junto a los muelles en un día de junio, me preguntó en qué dirección fluía el río. No podía decirlo: la superficie plateada brillaba con una confusión de micromovimientos. 


Los lenape, me dijo, lo llamaban El río que corre en ambos sentidos, por las complejas corrientes cruzadas de agua dulce y salada del estuario. No era la primera vez que me enseñaba un nombre que yo ignoraba o me revelaba las raíces ocultas de palabras que creía conocer. 


A veces recurría a la etimología pura y dura, y otras veces a una técnica poética que había desarrollado durante años: palabrarmas, una contracción de palabra y arma, o, alternativamente, pa’ labrar más, para trabajar más, como un joyero trabaja una gema sin cortar para hacer brillar las facetas. 


Nos detuvimos al final del muelle, asomándonos al espacio que nos abría el nombre indígena. Debajo de nosotras observamos un sector de la zona de mareas en el que una retícula de cordeles blancos organizaba un frágil cultivo de cañas y juncos. 


Un cartel explicaba el precario experimento de la ciudad para “resilvestrar” los humedales. Nos reímos de la semejanza con sus propias décadas de tejido en la ribera. “Mis mejores obras”, dijo, “son las que no hago yo”.




“Soy basura y desecho, y ese es mi lenguaje: el fragmento explotado”, escribió Vicuña.Credit...Stefan Ruiz para The New York Times





Vicuña nació en 1948 y pasó sus primeros años viviendo con la familia de su padre en La Florida, una franja de tierra sin urbanizar al sur de Santiago. Iba a la escuela pública local, hecha de adobe, y en casa jugaba con los gallos en los huertos, bañaba sus muñecas en la acequia y comía uvas moradas de la viña.


No había televisión, pero sí una amplia biblioteca en cinco idiomas, donde Vicuña leyó la Divina comedia en italiano y absorbía lo que podía: “No entender me abrió la puerta a otras formas de imaginar”.


Su abuelo, abogado de principios, defendió a Pablo Neruda en los tribunales cuando el gobierno quería encarcelarlo por sus ideas políticas. Su abuela era escultora, y su tía Rosa trabajaba con arcilla que ella misma recogía de las montañas. Dejaban que Vicuña jugara “como una ratita en sus estudios, nadie prestaba especial atención”.


La familia de su madre era de ascendencia indígena diaguita y provenía de un pueblo humilde llamado Los Andes. En esa familia también había arte: su madre, Norma, cantaba boleros, montaba ballets con los niños en el patio y pintaba las sábanas con pájaros y flores. Nadie más consideraba a Norma como una artista, pero era la mayor musa y aliada de su hija: “Convirtió su vida en una forma de arte”.


En muchos sentidos, la educación de Vicuña fue ideal. Tuvo acceso a los recursos de la alta cultura, sin las restricciones de la instrucción formal: “No fui educada, por lo que pude mantener mi libertad”.


Su familia pasaba los veranos en Concón, donde el río Aconcagua desemboca en el Pacífico, dejando en la orilla abundantes depósitos de madera a la deriva, conchas y guijarros. A menudo, Vicuña se ha referido a esta playa como su “mina”, en irónico contraste con la industria que sigue siendo la piedra angular de la economía chilena. Incluso en ese entonces, Concón no era puro.


La primera refinería de petróleo de Chile se construyó allí, me dijo, en el lugar de un cementerio indígena, y recuerda cómo la escorrentía le ponía los pies negros de alquitrán. 


Pero ahí también aprendió a entender sus espirales de arena y sus esculturas de mareas como una manera de escuchar. No estaba sola, percibiendo los elementos; los elementos también la percibían a ella. Más tarde, explicaría que su trabajo siempre ha consistido en “responder a una señal, no imponer una marca”.


Había señales que venían del mar, y también había señales que venían de las calles, donde una revolución socialista estaba ganando impulso. En 1970, el pueblo chileno eligió por un estrecho margen a Salvador Allende como presidente.


El nuevo gobierno de la Unidad Popular transformó la sociedad, al redistribuir enormes extensiones de tierra de los ricos entre los pobres, aumentar el salario mínimo y establecer becas para los niños mapuches. El eslogan favorito de Vicuña de esa época era “Ahora somos nosotros”.


En una conversación con la curadora Camila Marambio, explicó por qué: “Significaba que éramos uno, como pueblo. Significaba que ahora éramos dueños de nuestros propios recursos, porque el cobre había sido nacionalizado”. Pero, para ella, “se tradujo en la libertad de ser lo que éramos, ¿sabes? Algo caótico, chacotero”.


Ricardo, su hermano menor, recuerda Santiago como “el Berlín de las Américas”: volvía a casa desde el centro por los pasillos de un carnaval infinito. 


En una ciudad de casi tres millones de habitantes, dijo, había cientos “de compañías de teatro independientes”. 


Vicuña ha descrito cómo ella y su prima colaboraban con los trabajadores del sector textil para dramatizar, por ejemplo, la historia de cómo se nacionalizó su fábrica. Les representaban una escena y luego les pedían su opinión: “¿Cómo sucedieron realmente las cosas?” “¿Qué cambios proponen?”.




‘‘Nudo de tres’’ (por la Tribu No, circa 1969-70)
De Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin
Credit.Fotografía por Claudio Bertoni. 


Otros días, su práctica revolucionaria no era más que bailar desnuda al ritmo de Aretha Franklin o reunirse con amigos —el grupo Tribu No— para interrumpir una conferencia internacional de escritores con volantes que decían “VIVAN LOS DESPLAZADOS” y “MERECE LO QUE SUEÑAS”.


En las fotografías de esta época, aparece enredada en un nido de miembros, o con medias de rejilla y una mantilla brillante, arrodillada ante un altar invisible como una novia psicodélica.


Su familia, que desempeñó un papel tan importante en el fomento de su creatividad cuando era una niña, dejó de admirarla porque “lo que yo hacía nunca fue reconocible como arte” dentro de los géneros establecidos.


Incluso su padre, que en su día le construyó un estudio en el jardín, se lamentó: “¿De qué sirvió toda tu educación? Todos los libros del Renacimiento que te di si vas a pintar así”. Pero el éxtasis del experimento colectivo fortificó su sentido de propósito.


El 11 de septiembre de 1973, el general Augusto Pinochet lideró un golpe de Estado contra el gobierno de Allende, apoyado por la CIA. Vicuña acababa de llegar a Londres por una beca en la Slade School of Fine Art. Aquella noche sintió que el dolor político la invadía como una enfermedad mientras pintaba. 


“La muerte se reía en mí”, escribió más tarde. “Un enorme coágulo de sangre cayó al mar”. Durante varias semanas, no hubo noticias de casa, y cuando llegaron, se enteró de que un compañero de clase, el cantante folclórico Víctor Jara, había sido torturado: los soldados le aplastaron las manos y luego le pidieron que tocara la guitarra. 


Pronto, su padre perdió su trabajo administrando las pensiones públicas —serían privadas— y su tío, un médico comunista, fue uno de los al menos 1000 desaparecidos. Muchos de sus cuadros se perdieron —al menos el 40 por ciento, según calculó recientemente—, y uno de ellos fue rasgado a bayonetazos por soldados del nuevo régimen. 


Pinochet mandó quemar los libros de izquierda y pintó sobre los murales. Este trauma abrió una nueva dimensión en su trabajo. “Si hay que convertirnos en basura y desechos, entonces está bien, asumo esa posición”, le escribió a un amigo años después. “Soy basura y desecho, y ese es mi lenguaje: el fragmento explotado”.


En Londres, redobló su apuesta por la acción colectiva, cofundando “Artistas por la democracia” para apoyar a la resistencia chilena. Pero las relaciones se rompieron por las diferencias de estrategia, y sintió que corría el riesgo de convertirse en la mascota del Tercer Mundo de la escena artística. Así que se marchó. 


Cuando regresó a América Latina en 1975, se tiró al suelo y lloró: Bogotá “estaba lejos de Santiago, pero era la misma columna vertebral”.


El aire familiar de la montaña se le subió a la cabeza: se autorretrató como un “animal andino”: la vicuña. Originarias de las regiones más altas de los Andes y emparentadas con las llamas y las alpacas, las vicuñas son pequeñas, delgadas y difíciles de domesticar, con un pelo más fino que la cachemira. 


Es una extraña serendipia que el apellido vasco de Cecilia se haga eco del quechua wik’uña y vincule sus líneas europeas y amerindias por medio de una correspondencia sonora. Esta criatura se convirtió en un avatar de su viaje de profundización en la América nativa. 


Estudió los glifos mayas, recorrió el Amazonas y organizó talleres para la comunidad guambiano, en el altiplano del oeste de Colombia. 


“La forma en que se escuchaban unos a otros, y todo lo que les rodeaba, creaba una especie de ‘música’ colectiva”, le dijo a Marambio. 


Todas estas experiencias convencieron a Vicuña de que el futuro de la cultura latinoamericana tendría que evolucionar a partir del pensamiento indígena.


Vicuña siempre había promovido ‘‘la otra poesía’’, las canciones populares, los piropos y los himnos de protesta, “populares y anónimos”, que abonan la literatura institucional desde abajo. 


Pero en la ciudad, vivía de su palabra “como mujer trovadora”, interpretando sus poemas eróticos con un trío musical. 


Se convirtió en una celebridad local cuando el jurado de un concurso gubernamental reveló que había perdido el premio por el contenido transgresor de su obra. 


“La censura”, escribió, “me convirtió en una poeta oral” y la inspiró para experimentar con nuevas formas. En 1980, realizó su primera película: ¿Qué es para usted la poesía?. 


Recorrió las calles de Bogotá, planteando la pregunta a conductores de autobús, policías, artistas callejeros y a los clientes de un bar llamado El Goce Pagano. 


Mi escena favorita sucede en un burdel, donde varias trabajadoras sexuales aceptan participar siempre que no se muestren sus rostros. 


La cámara sigue a un cliente en traje por el pasillo verde mar, y entonces una mujer habla: “Por todo una se puede inspirar, sea que le guste o no le guste”, incluso el sexo oral que se compra y se vende, incluso la migración forzada. “La experiencia cuesta mucho, ¿cierto?”.


Fotograma de ¿Qué es para usted la poesía? (1980)
Credit.De Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin


En aquellos años, la poesía era el pasaporte más fiable de Vicuña. Cuando llegó a Nueva York por primera vez, a menudo pasaba hambre y no sobrevivía más que con trozos de pizza y batidos de Orange Julius, pero su vida estaba llena de serendipias. 


Conoció a los escritores Edwin Torres y Amiri Baraka; el poeta barbadense Kamau Brathwaite la acogió en su seminario de la NYU. La crítica de arte Lucy Lippard la invitó a formar parte del colectivo feminista Heresies, junto a Lorraine O’Grady y Ana Mendieta. Pero a pesar de toda esta hospitalidad, Vicuña seguía siendo una anomalía entre las vanguardias. 


Su traductora de hace años, Rosa Alcalá, me dijo por teléfono lo difícil que debía “ser una mujer con el aspecto de Cecilia” —de huesos finos, piel morena, voz trémula y con acento— para desenvolverse en las instituciones donde actuaba. 


Pero nunca intentó “dominar su situación de desplazamiento” preparando un guion o memorizando una serie de gestos coreografiados. En vez de eso, improvisaba, escabulléndose entre la multitud donde a menudo pasaba desapercibida, y comenzaba a susurrar y plañir hasta que el público, sobresaltado, buscaba el origen del sonido que pronto se convertiría en un poema.





Conocí a Cecilia Vicuña en el ojo del huracán de la celebridad y en la cuna de las finanzas mundiales: Venecia. Era la semana previa a la apertura de la Bienal al público, el llamado vernissage, cuando los conocedores del mundo del arte y los aristócratas de la cultura acuden a los canales, palacios y terrazas de los hoteles de la Ciudad Flotante para una sobredosis de Aperol y arte. Hicimos planes para el Domingo de Resurrección —una rara Semana Santa que coincidió con la Pascua Judía y el Ramadán, así que era triplemente sagrada— y cuando me desperté el cielo estaba azul y despejado para celebrarlo. La recogí en el lugar donde se alojaba, y caminamos juntas para ver algunas pinturas antiguas en la Gallerie dell’Accademia en Dorsoduro.


Vicuña parecía fuera de lugar en el Gran Canal: casera y animada, vistiendo pana marrón descolorida, calentadores rosados y una larga trenza negra y plateada atada con hilo rojo. Pero el contraste estético solo intensificaba la electricidad de su belleza natural: brillaba, como un pez, entre el fango de los turistas. 


A menudo se adelantaba como si supiera adónde íbamos, y luego volvía atrás, señalando un par de rejas de ventana en espiral o una deidad alada andrógina encaramada a una cúpula, con una cara gritona donde estarían los genitales. 


A menudo, el realismo es tan venerado como el gran logro de Europa que es fácil olvidar el misticismo salvaje de muchos artefactos del Renacimiento. Las escenas canónicas de la tradición —anunciaciones, resurrecciones, transfiguraciones de santos— son inevitablemente milagrosas, independientemente de cómo se representen.


Vicuña suele narrar su vida como una serie de revelaciones: en 1969, se encontraba en Nueva York para la traducción de su primer libro de poesía cuando se detuvo en seco en la acera, invadida por una visión de sus futuras pinturas. 


Llegó a llamarlas calcomanías por la forma en que aparecen directamente “transferidas”, como el rostro de Cristo en el lienzo de la Verónica. 


Vicuña aprendió su técnica en una breve visita a la surrealista Leonora Carrington: “Era una capa de pintura transparente y otra capa de pintura transparente, y allí el viento de los muertos”. Pero ella entendía sus propias imágenes como herederas de la Escuela del Cuzco, pintores indígenas del siglo XVII que subvirtieron la iconografía cristiana bajo el dominio colonial español. 


Dotaron a los ángeles vengadores de rifles modernos y tejidos incas, coronaron a las madonas con plumas de avestruz y aplanaron la perspectiva lineal para producir visiones intensamente coloridas y arremolinadas de un cosmos en crisis. Me preguntaba si podríamos ver algún eco de su obra a través del espejo veneciano.


En l’Accademia, la sala abovedada brillaba con pan de oro. Enseguida nos sorprendió un enorme retablo repleto de esqueletos, ángeles y la ramera de Babilonia sobre su bestia de siete cabezas. No tuve que buscar mucho el eco que esperaba encontrar: allí, agarrando el Libro de la vida, había un león alado tachonado de cien ojos diminutos, un primo cercano de la “Leoparda de ojitos” (1976) de Vicuña, igualmente encendida “con todos los poros como ojos”. 


No podía explicar esta correspondencia en términos de influencia, porque no había visto nada parecido a ese retablo. Había, en efecto, un profundo abismo entre esas dos figuras felinas: el cataclismo colonial que nos hizo modernos. Pero a Vicuña le interesaba un canal de comunicación más directo. 


Me dijo, recordando cómo su madre la amonestaba de pequeña: “No toques mijita: no tienes ojos en los dedos”. Pero los tenemos, ¿no? En muchos tiempos y lugares, la gente ha imaginado lo que podría significar ver con otros sentidos. 


Incluso la presencia del leopardo blanco en el arte indígena precolonial era una especie de profecía de las posibilidades reales del mundo: para ellos, el animal era mítico, mientras que a medio mundo de distancia acechaba en el Himalaya. En el cuadro de Vicuña, el leopardo blanco abre sus rodillas hacia el espectador, con una raja rosada que brilla como el ojo de la cerradura hacia otra dimensión.


‘‘Leoparda de ojitos’’ (1977)
Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin


Conocí a la madre de Vicuña, Norma, al día siguiente, cuando llegó tras un viaje de 26 horas desde Chile. Norma era conocida por sus amigos como “la reina del mambo”, e incluso a los 97 años había un sabor caribeño en su estilo social: juguetón, coqueto, audazmente familiar. 


La Bienal había elegido un detalle de uno de los cuadros de Vicuña —‘‘Bendígame mamita’’— para uno de sus carteles promocionales, y Norma no se cansaba de ver su propio ojo, emparejado con la boca de una guitarra, flanqueando los vaporetti en el Gran Canal. 


Fue fácil permitir que la familia de Vicuña —Norma, Ricardo y su hija Fernanda— me acogiera en su tertulia de viaje, para acorazarme del frío aristocrático de la Bienal con su calidez latinoamericana. 


Ricardo había trabajado en televisión durante muchos años, y ahora estaba desarrollando un documental sobre la obra de su hermana. Más de una vez, Norma atrajo a una multitud con su canto.


Vicuña reveló otra Venecia bajo el exterior lacado de la Bienal. Los primeros venecianos, me dijo, eran pescadores que vivían en cabañas sobre las marismas. 


Cuando los hunos invadieron Roma, oleadas de personas desplazadas buscaron seguridad en las marismas, y así fue como creció la ciudad: como refugio de las guerras imperiales. 


Ahora los turistas de la ciudad vieja superan a los residentes reales, que se han trasladado a Marghera y Mestre, en las afueras de la península. 


Vicuña había pasado el mes previo con activistas locales, aprendiendo lo que podía sobre el ecosistema de la laguna y el movimiento para expulsar a los cruceros. 


Cuando regresé de la exposición sobre el surrealismo en la Peggy Guggenheim Collection, me contó que la familia Guggenheim había sido propietaria de minas de nitrato en Chile: por todas partes, el sonido de la máquina del arte zumbando, convirtiendo el dinero manchado de sangre en buen gusto.


Una noche, Lehmann Maupin organizó una cena en honor de Vicuña en el Hotel Danieli: peonias, rossinis de fresa y una vista tan amplia desde el último piso que pude ver una refinería de petróleo fundiéndose en el horizonte azul. 


Cuando Vicuña se levantó para dirigirse a la multitud de coleccionistas y críticos, nos vimos obligados a contener la respiración y a quedarnos muy quietos para escucharla: 


“Toda la tradición de aprendizaje por exposiciones que estoy haciendo para ustedes” —su suave voz era casi un siseo— “tienen que ver con el magnífico movimiento de ceder. Porque no creo que nos den más tiempo. Es el momento de que todos los presentes en esta sala pongamos nuestro corazón, nuestro dinero, nuestro todo al servicio de la curación de esta tierra. Y ese es el arte principal”.


No fue solamente su mensaje lo que aumentó el silencio posterior, sino su tono: feroz y herido, como el característico “sonido rajado” de la música folclórica chilena. Nos estaba enseñando a escuchar la disonancia que ya existía en la sala.


“NAUfraga”, la instalación de Vicuña en el pabellón central de la Bienal, tiene un eco urgente (nau/now) de la catástrofe actual: “todo lo que queda flotando una vez que nos hemos ido, nuestros restos”. 


Una frágil red se hunde suavemente bajo el tragaluz de la galería, con trozos de cuerda desgastada y finos rollos de red de pesca suspendidos de ella. 


Los elementos más pesados se agrupan cerca de la parte superior, como si el dosel del bosque tamizara una lluvia torrencial: solo niebla a ras de suelo, unos cuantos palos ensartados como campanas de viento, una nube de malla de color rosa intenso, una pálida hoja de madera a la deriva que casi roza el suelo. 


La puerta del jardín trasero de la galería se abría y cerraba constantemente, por lo que la brisa hacía que todo se balanceara. 


Cuando me incliné para examinar un complejo nudo de algas abultadas y cordeles azules, un tallo empenachado se enganchó en mi suéter, como si dijera: recógeme. Los huesos tallados y los bucles de lana parecen herramientas recuperadas de un reino submarino, las flautas y las arpas de una música alienígena.


Vicuña me dijo que conocía el origen de cada elemento. Había hierbas autóctonas de la laguna y restos que habían dejado los artistas que se instalaban al lado. 


Una ramita retorcida por el mar, serpentina, era de Concón. Un chip eléctrico de las calles del SoHo. Un cordón tintineante de conchas rosas nacaradas de Long Island. ¿Por qué habríamos de demorarnos así en la basura, o encontrarla hermosa? ¿Especialmente los plásticos brillantes, mortales para los peces y los corales a los que se parecen? Tal vez sea una forma equivocada de pensar en eso.


“En el Ande dicen ‘la imagen ve’, ‘el sonido oye’”, escribe Vicuña en un poema. “No hay una palabra para decir ‘belleza’, una nota jamás debe dar en el clavo /en cambio, se dice K’isa,/ el lento poder transformador”.


El día antes de mi vuelo de regreso a casa, me encontré con un crítico de arte inglés en un café de San Marcos. Me dijo que le hubiera gustado que la exposición incluyera una de las obras monumentales de Vicuña, como el quipu de ocho metros expuesto en Documenta 14, que fue el primero en mostrar al mundo del arte la fuerza de su visión. 


Pero me alegré de que ella se resistiera a la grandeza del escenario y sacara algo más delicado de la laguna condenada. Los quipus andinos, además, no son monumentales. De hecho, cuando llegan por primera vez a los museos, a menudo no parecen más que basuritas, marañas de espaguetis sucios. Solo cuando los peinan se revela su misteriosa complejidad: un largo cordón colgado con pendientes multicolores y finamente anudados.


‘‘Quipu en la alcantarilla’’ (1990) De Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin
Fotografía: César Paternosto. 


Vicuña no recuerda cómo conoció el concepto de quipu, ni siquiera la primera vez que vio un ejemplo auténtico en la vida real. De niña en Chile, el programa escolar era completamente eurocéntrico; no había museos de arte precolombino en la capital. 


Tal vez, especula, podría haber una pequeña fotografía o descripción en uno de los libros de su tía Rosa sobre arte indígena, un raro recurso importado del extranjero por su esposo, un científico viajero. 


Pasaron muchos años antes de que intentara crear su propio quipu físico, pero lo que hizo enseguida fue tomar nota de su visión del “quipu como un concepto, una imagen”. La visión de Vicuña hace hincapié en la “no palabra/dentro /de las palabras” que motiva nuestra inquieta creación de significados, antes de que se elija una forma determinada.


La palabra quipu significa “nudo” en quechua, una metonimia del sistema de inscripción de cuerdas anudadas desarrollado en los Andes hace más de 5000 años. 


La mayoría de los estudiosos se han centrado en la función administrativa del quipu en el imperio inca: los cronistas coloniales describen a los burócratas que utilizaban los quipus para registrar los pagos de tributos, los horarios de trabajo, la información de los censos, los inventarios, los juicios penales, los calendarios, las rutas y los sacrificios rituales. 


Los mensajeros cruzaban corriendo la Cordillera para llevar los mensajes de los quipus, y los maestros de los quipus mantenían cuidadosos archivos en Cusco, la capital imperial. 


En su libro Los Quipocamayos Frank Salomon escribió que “no se conoce ningún colono español temprano que haya hecho un esfuerzo concertado” para alfabetizarse en los quipus y que, en 1583, el Tercer Concilio de Lima proscribió los quipus y persiguió a los maestros conocidos de este arte. 


Durante más de un siglo —mucho más de lo que se cree— los habitantes andinos siguieron manteniendo en secreto formas de inscripción más locales y vernáculas: anudando trozos de paja para manejar los rebaños, o usando cordeles para seguir las confesiones y recordar los catecismos mientras eran cristianizados a la fuerza. Pero el sistema coordinado del imperio incaico se perdió.


En su mayoría, los académicos han renunciado al sueño de “descifrar” el código del quipu. No existe una piedra de Rosetta para los quipus, porque los quipus no estaban “en” quechua ni en ninguna otra lengua hablada. 


En cambio, toda una serie de elementos —el color y el material de las fibras retorcidas, las formas y el espaciado de los nudos— tenían un significado, y determinadas combinaciones correspondían a ideas, objetos y actividades del mundo andino. 


Una vez extraídos de su contexto social —los ejemplares que sobreviven suelen ser “sin procedencia”, es decir, saqueados— es casi imposible relacionar un quipu concreto con una de las muchas funciones que sabemos que desempeñaban. 


Hoy en día nadie puede afirmar que está completamente alfabetizado en los quipus, pero los andinos aún conservan elementos de la visión del mundo que el quipu ayudó a crear.


Vicuña me dijo que le sobrevino una “locura de admiración” cuando conoció el “quipu virtual” llamado ceque: las 41 líneas de visión invisibles que la gente tenía en mente, y que conectaban Cusco con los templos y las fuentes de agua a través de los Andes. 


El antropólogo John Howland Rowe observó cómo estas líneas de visión estaban “bellamente adaptadas al sistema inca de registro en cuerdas anudadas”. 


Había una relación recíproca entre el sistema de quipu y el modo en que los andinos cartografiaban su entorno y organizaban la experiencia. 


Era posible destruir el quipu físico, pero era más difícil borrar las huellas de una geografía espiritual en la mente de los andinos. 


“Estar dentro de la cabeza es lo más precioso que tiene el arte”, escribió Vicuña en el texto mural de su primera exposición en un museo. “Una persona que lo tiene, percibe de otro modo y encuentra ‘obras’ en todas partes, en los semáforos, en los dibujos de asfalto… así esta persona se sentirá parte de una energía mayor”.


En 1994, Vicuña realizó una performance llamada ‘‘Ceq’e’’ en la calle Franklin, cerca de su loft. Todo lo que sobrevive es una fotografía de su palma abierta enredada en lana roja y amarilla, con cinco hilos que se extienden como dedos más allá del marco. 


Proyectan una sombra sobre el asfalto, como si produjeran un clon psíquico. Vicuña me dijo que había imaginado su propia mano como Cusco, el centro espiritual del sistema ceque. Para ella, el quipu y el ceque —los considera un solo sistema— tienen que ver tanto con el cuerpo como con el cosmos. 


“Esta multidimensionalidad”, dice, “siempre me ha llamado”. Tal vez por eso las obras de su serie ‘‘quipu’’ se han manifestado de forma tan variada, incluyendo performances, caligramas, instalaciones sonoras, videos y tejidos específicos. 


Pero todavía hay algo que decir sobre el trabajo manual con las técnicas tradicionales. En 1991, hizo un quipu que nunca expuso, practicando el característico nudo largo y trenzando dos colores de hilo en algunos colgantes. Quería sentir cómo eran esos movimientos, convocarlos a la superficie de su propia piel.


Cuando fui a ver un par de quipus en un almacén del Museo de Brooklyn —levantaron capas de papel de seda para dejarme manipular con cuidado los delicados nudos de color crema y café—, lo que más me conmovió fueron los pocos cordones del final que no habían sido atados, que aún esperaban futuras inscripciones. 


En su poema “Entrando”, Vicuña venera “‘el quipu que no recuerda nada’ / una cuerda vacía”, y yo siempre había entendido esa línea como una expresión de duelo por el conocimiento indígena perdido. 


Pero en presencia de estos quipus originales, también vi el simple hecho de la “cuerda vacía” como una invitación abierta a aprovechar el potencial expresivo de la tecnología. 


Incluso cuando nos dicen que no queda nada que recordar, el deseo de recordar —de volver al material, de imitar los gestos— nos da algo que podemos utilizar. 


La práctica engendra conocimiento, o al menos nuevas formas de conocimiento. ¿Qué puede significar escribir sin palabras? ¿Cómo nos entretejemos en historias que nunca hemos escuchado?


Su nueva instalación en el Guggenheim aborda estos temas. ‘‘Quipu del exterminio / Extermination Quipu’’ incluye una trinidad de esculturas colgantes —rojo, negro y blanco— situadas en la bahía de dos pisos de la primera rampa. 


Cuando la visité por primera vez, todavía estaba montando la escultura blanca: pude ver todos los elementos dispuestos en tres largas mesas, como reliquias que esperan un análisis forense. 


Pero Vicuña estaba rescatándolos de ese destino estático: en lugar de ello, los estaba inscribiendo en una historia más amplia sobre cómo podríamos restaurar nuestras conexiones con la tierra devastada. 


Las dos primeras esculturas, ya terminadas, parecían haber sobrevivido a un desastre natural —Pablo León de la Barra, uno de los curadores de la exposición, las llamó “esqueletos”—, como si el ciclón blanco de Frank Lloyd Wright hubiera arrancado la carne del hueso.


Pero ella misma se refería al espacio. Había utilizado un lápiz de color óxido para dibujar una red de palabras en bucle directamente en la pared: 


“¿po/de/mos/re/cono/cer/el/ex/termi/nio?”; “el quipu es el altavoz de la sangre”; “máxima fragilidad contra máximo poder”. 


Había una emoción transgresora al ver su familiar letra garabateada en la galería. Había roto el elevado silencio del espacio. Justo al subir la rampa, ya habían instalado su nuevo cuadro, “Tres espirales”: una mina que rezuma sangre, una flauta de concha maya vista de perfil y la rotonda del Guggenheim. 


Intenté leer los símbolos de izquierda a derecha como una frase, pero no tenía sentido. Habría que buscar una nueva sintaxis.



Vicuña ha explicado que su obra siempre ha consistido en “responder a una señal, no imponer una marca”.
Stefan Ruiz: The New York Times


Últimamente, Vicuña ha estado haciendo duplicados de sus cuadros perdidos de los años 70, a partir de fotografías o de memoria. Siempre improvisa para registrar el paso del tiempo, añadiendo, por ejemplo, finas líneas alrededor de los ojos de las mujeres. 


Está rellenando las lagunas de su propio archivo, reparando la violencia del golpe y repudiando a los críticos que calificaron esos mismos cuadros como “basura” o “ingenuos”. 


Y en la práctica, está produciendo objetos para el mercado que son mucho más fáciles de vender que las performances, los videos o los poemas. 


Pero cuando la veo en su caballete, no puedo evitar pensar en tradiciones mucho más antiguas: los escribas que copiaban manuscritos a mano en secreto bajo la sombra de la quema de libros, los pintores del Renacimiento que hacían más de una versión de un cuadro para que su obra circulara más allá de un solo sitio. 


Y luego, por supuesto, está la larga copia de los maestros, del mismo modo que Vicuña había encontrado su camino hacia sus propios quipus aflojando y volviendo a tejer esos antiguos nudos.


La última vez que la vi antes de que partiera a su gira latinoamericana, me regaló un ejemplar de su nuevo libro sobre Violeta Parra: Sudor de futuro, lo llamó. 


Le dije que había estado escuchando, una y otra vez, una de las canciones más famosas de Parra: “Volver a los diecisiete”, que comienza así: “Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo, es como descifrar signos sin ser sabio competente”. 


La letra sugiere que puede haber tanto misterio obstinado en nuestro propio pasado como en una escritura olvidada como el quipu. Le pregunté a Vicuña si podíamos encontrar el ejemplar de su Diario estúpido; quería verlo. 


Pensó que podría estar en un rincón junto a su escritorio, donde había estado haciendo una acuarela con hebras de azafrán. Quitamos unas cuantas carpetas grandes de dibujos, y luego dos pilas de expedientes que se tambaleaban sobre ruedas. Y lo hallamos: una caja medio aplastada y marcada en mayúsculas.


Alguien la había ayudado a escanearlo todo, y había una primitiva ayuda de búsqueda en la parte superior de la caja, pero su asistente no había explicado la lógica. 


Abrí la primera carpeta de “huérfanos” —entradas desordenadas— y vi que Vicuña tenía su propio sistema. Una carátula registraba la última vez que había leído esa carpeta —el 6 de julio de 2013— con impresiones dispersas de esa lectura. 


“Muy impresionante”; “el niño interior es desperdiciado por la cultura”. A Vicuña le preocupa su archivo. 


Hay una institución que está interesada, pero primero tendría que hacer un inventario preliminar, y le preocupa no tener el dinero para contratar a alguien lo suficientemente confiable para esa tarea. 


Incluso después de todos sus recientes reconocimientos, sabe que su legado sigue siendo precario. El mercado del arte es inconstante, y todo tipo de calamidades —personales y políticas— pueden interrumpir el cuidado de una vida.


Al principio, rondaba tras mi hombro mientras yo intentaba leer, pero pronto se enfrascó en otra carpeta y me dejó encontrar mi propio camino a través de las páginas. 


La primera entrada que leí era del 3 de diciembre de 1969, cuando ella tendría 21 años: “Había estado haciendo mi ‘archivo’ y recorté noticias de todo el mundo….”. 


Ya entonces, su proyecto no era únicamente personal, sino una especie de libro de recortes históricos: menciona las masacres de Vietnam, los efectos catastróficos del DDT en Borneo y cómo el servicio brasileño de protección de los indígenas fue acusado de colaborar con las plantaciones de caucho para eliminar de la selva a las tribus sobrevivientes. 


“¿Y la era de Acuario no iba a empezar en 1948? Me enojé mucho con Acuario, que está tan asustado que no se atreve a bajar a estos reinos. Es demasiado lenta la transición”.


Comencé a sentir, a su vez, la lentitud de mi propio progreso a través de esas páginas; cuántas no leería jamás. 


Era imposible responder por este tierno registro profético, y por todos los otros tiernos registros proféticos en los que me hizo pensar, amarilleando en otros desvanes, o en vertederos, o haciendo espirales dentro de las mentes de mujeres que nunca se sentaron a inscribirlos en ningún sitio, de modo que el Diario estúpido se convirtió en el ceque virtual que unía las fuentes de agua sagrada donde uno podía arrodillarse para beber.


Levanté la cabeza de las páginas, atormentada por todo lo que no entraría en la nota, y justo entonces Vicuña me sacó una foto, como si lo que importara no fueran tanto las palabras del diario como el hecho de que yo las leyera. Y seguí haciéndolo./•/


Fuente: www.nytimes.com/es

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